Uncategorized

El método VHS

El otro día, acá en Ámsterdam, fui a cenar a lo de la pareja holandesa que conocí haciendo el Camino de Santiago (la segunda vez). La cita era a las 4:30 de la tarde. No porque fuésemos a merendar antes, sino porque por estos lados se cena a las 18. Siendo que estamos en noviembre y es otoño, diría que hasta resulta conveniente porque a las 5 ya anocheció.

Me siento obligada a aclarar que, de todas formas, esta gente cena a las 18 en primavera y verano también. Obviamente intenté sacarme algunas dudas del estilo: “pero en verano, si se acuestan a las 22, ¿no volvieron a tener hambre si la última comida fue a las 18?”. A lo que responden que igual tienen su “bed-time snacks“. Al final, es como invertir la merienda. Primero se cena y después se merienda. Todo se resuelve en que yo creía que la última comida del día era “la cena”. Pero se ve que por otros lados no.

Cuestión, que ese no es el punto del posteo, pero tenía ganas de contar también que me junté “a cenar” unas tres veces y siempre fue a las 18 y me divertía.

Para llegar al punto de esta entrada, primero tengo que hablar de la pareja holandesa. Primero, que nos conocimos gracias a que me lesioné y tuve que parar dos días. De lo contrario, hubiese llegado a Santiago sin haberlos cruzado jamás.

Nos conocimos en Lourenzá, gracias a S., nuestro amigo en común. Lourenzá fue donde pasé tres noches, dos días de reposo porque no podía caminar. Después tampoco podía caminar, pero no quería volver a perder gente así que seguí caminando, como bien saben si me vieron por Instagram. De ese tema hablaremos en otro momento.

La pareja de holandeses estaba haciendo el Camino de Santiago, sí, pero a diferencia mía que había arrancado en Irún hacía unos 26 días para ese entonces, ellos habían salido desde la frontera de Francia y Bélgica. No recuerdo exactamente desde dónde, pero habían arrancado en mayo (nos encontramos en septiembre) y cuando llegaron a Santiago, habían recorrido un total de 2.600km. Caminando.

Ya pueden ir haciéndose una idea de la clase de gente que son. El primer día que intercambiamos palabras, me enteré que él había mochileado por Asia durante varios meses. Había vivido en Nepal, había cruzado India y casi todo el Sudeste Asiático. Hablamos de Irán, de los gobiernos, de los medios de comunicación y lo mal y bien que está la Humanidad al mismo tiempo. Y cuando esas son las primeras palabras que intercambiás, sabés que te cruzaste con la gente indicada.

En España compartimos la última semana de caminata hasta Santiago. De hecho, llegamos al mismo tiempo. Lloramos frente a la Catedral y nos abrazamos hasta que se nos sincronizaban las respiraciones. Nos despedimos sin saber que un mes y medio después, yo iba a caer en Amsterdam. Es que ni yo lo sabía en ese entonces. Pero tampoco vamos a entrar en esos detalles porque no son relevantes.

Cuestión, cuando les avisé que iba a estar por sus pagos, a la primera que coincidieron los horarios, me invitaron a cenar.

Y claro. Llegué a su departamento y, en el fondo, no me esperaba otra cosa. Físicamente, E. y B. no pueden ser más holandeses porque no les da la genética. Rubios, altísimos, blancos como papel y ojos claros. Él tiene el pelo largo hasta casi la cintura, pero siempre lo lleva atado y barba. Pero su departamento es un portal a Asia. Las texturas, los adornos, las cortinas, la mesa, la vajilla y hasta las costumbres. Los sahumerios, la música con el sitar en repeat. Y ellos dos. Estancados en otra época, en otro hemisferio.

Tienen celular, pero lo usan para whatsapp nada más. Escriben en papel. Cocinan todas las noches y las recetas son picantes y mucho curry.

Voy a intentar explicar lo que siento cada vez que voy, porque no me pasa seguido. Y no recuerdo que me haya pasado en un país primermundista, donde las comodidades que faltan son por elección y no por circunstancia.

Su mera presencia es una apología al vivir lento. Y no lo hacen porque está de moda el mindfulness. Porque eso se nota. Se nota cuando lo hacés porque te lo recomendaron catorce mil videos en Youtube y se nota cuando lo hacés porque así te nace.

Cuando estoy por ir sé que las próximas horas las voy a pasar con la atención plena en lo humano. Algo que usualmente me pasa viajando, y que busco, porque me gusta vivir así. Aunque luego necesito un par de días de descanso porque mi atención cuando es plena es plenísima e incluye cada una de mis pobres y explotadas células.

Me gusta juntarme a charlar cuando no hay celulares de por medio y las conversaciones van desde experiencias terrenales, a trascendentales, a teorías conspirativas, política, órdenes mundiales, galaxias y comida asiática.

Pero lo que me hizo un click extra el otro día fue que no había notado, o hacía mucho que no volvía a pensar en eso, lo que te complica la existencia la infinidad de posibilidades que tenemos (aquellas personas privilegiadas como una, claro está). Siempre digo que odio tener muchas opciones porque me enrosco y no sé qué hacer. Lo digo, lo sé, pero el otro día lo viví gráficamente.

La cita del día era a cenar y ver una película. Cuando llegué al departamento, sobre la mesa, me esperaban 10 DVDs.

“Estuve mirando la caja y estas 10 son las que creo que podrían interesarte… tengo un par de VHs también… pero fijate si te interesa alguna de esas y sino, buscamos más”, me informó E.

No dije nada, pero me reí por dentro al haber asumido que íbamos a mirar algo en Netflix o en cualquier plataforma de las mil que existen. No sé cuánto hacía que no veía DVDs. Y menos que alguien dijera en voz alta que tenía “VHS”.

Agarré la pre-selección y fui pasando una por una. Poniendo en una pila las que sí y en otra las que ya daba por descartada. En unos 5 minutos, había bajado la selección a 3. Le dije a B. que le tocaba a ella hacer la decisión final. Terminó sacando una. Y al final, la decisión última la tomamos entre los tres porque estábamos más en un mood más pochoclero que de ver un documental.

En 10 minutos habíamos resuelto la cuestión de qué ver. Algo que hoy es meramente imposible. No solo porque entrás a Netflix (por nombrar una plataforma) y estás al menos media hora decidiendo. Sino porque lo más probable es que ni siquiera veas una cosa sola, sino que entres en un loop de maratón interminable. Que no digo que está mal, ojo, que igual me encanta maratonear. Pero te pregunto ¿cuándo fue la última vez que viste una sola cosa con tanta atención en tu casa? Porque yo no me acordaba. Ni me acordaba haber decidido algo tan rápido.

¿Cuándo fue la última vez que había tenido una tarde tan consciente? Que cada situación era plena en si misma. La charla era 100% plena. Ver la película también, porque era la única. La cena lo mismo, la cocinamos mientras charlábamos. Para la peli yo había llevado pochoclo y había cocinado chipa. Ellos decidieron calentar un chipa para cada uno, que comimos en la mesa, antes de la peli. Cada suceso se desenvolvía por si mismo y en sí mismo.

Cuando tenés el privilegio de vivir una vida de mil opciones, ¿cuántas de esas realmente disfrutás?

Me gusta cuando conozco gente que elije tener menos a pesar de que tiene todo a su alrededor armado para que siempre quiera más.

Y más allá de que prefiero vivir simple porque me abruman los excesos, lo que rescato de ese día fue darme cuenta el mini estrés mental que me generaba una acción tan pelotuda como decidir qué película mirar, porque si quiero puedo mirarlas TODAS.

Llegar y que solo hubiera 10, que además pude agarrar con las manos, y que se pudiese ver solo una, alivió una carga que no sabía que tenía.

Hace unos quince años vivíamos así y ni lo cuestionábamos. No estoy descubriendo nada eh, solo recordándome a mí misma que debería seguir atenta a cuánta tecnología dejo entrar en mi vida. Agradecer las infinitas posibilidades, sí, pero consciente de que no sean ellas las que controlen mi vida y que todo lo que hago, lo hago porque lo decidí.

Angie