Una historia que no querés leer
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Una historia que no querés leer

Pero deberías.

“Sí, mi chiquita, podés contar mi historia… a ver si les ayuda a otras mujeres a dejar de sufrir”. Me dijo después de que yo llorara de impotencia escuchándola. Y de bronca. De culpa también. Culpa del privilegio que a veces me olvido que tengo. De la vida que normalizo como si a todas nos pasara igual. O nos pasara más o menos lo mismo. Cuando, en realidad, hay historias que ni nos podemos imaginar hasta que no nos las cuentan.

Todo empezó con un dolor de estómago.

Ella estaba en la barra del hostel, tomándose un té. Me senté al lado porque era mi último día y quería compartir un tiempo más antes de despedirme probablemente para siempre. Le pregunté cómo seguía de su molestia en la panza. Tenía cara de dolor pero no quise insistir, porque después de tanto viaje aprendí a la fuerza a intentar no meterme en las decisiones ajenas.

Lo que pasa es que en realidad tengo una úlcera y entonces siempre que hay algún virus o cosa dando vuelta me enferma peor. Siempre tuve problemas en el estómago”.

“Ahhhhh”.

“Desde pequeñita, vea”.

Otra vez estaba yo ahí en mis momentos de “¿por qué tengo que preguntar siempre todo?” Mezclado con “tal vez estaban buscando alguien que las escuche”. Así que no dije nada y esperé.

Si venía la historia bien y sino, también. Pero después de unos segundos de silencio vino y no paró.

“Porque sufrí mucho maltrato de niña. Mi papá… bah, ese señor le digo yo. Que me perdone Dios que lo llame así pero ese señor, que me engendró y solo por eso es mi papá, me hizo de todo. Una tortura vea. Y claro, todo lo que no se saca de la cabeza pasa al cuerpo. Por eso tengo úlcera. Guardé mucho”.

¿Qué responder a eso más que asentir? Creo que dije algo así como “claro, lo que no se exterioriza enferma el cuerpo”. No me acuerdo y da lo mismo, no había que decir nada, solo escuchar.

Una historia que no querés leer

Y mi viejita sigue ahí vea. Mi mamita. Con ese señor, ahora que podría irse, que sus hijos ya son grandes. Ese señor sigue volviendo borracho a la casa y ella no lo quiere dejar solo. Yo me fui. Me fui chiquita, pero no podía estar ahí. Si él la maltrataba fíjese adelante nuestro, nosotros chiquititos. Le pegaba. Las que le daba que no lo puedo reproducir. Y vea que le ponía el machete en el cuello y la amenazaba y todo adelante nuestro. Y después le decía, ese señor le decía, “venga acá” y la obligaba a sentarse en su falda y le decía “Dígame que me ama”. Imagínese. Y sigue ahí ella, cuidándolo, con todo lo que le hizo. Ya tiene 70 años ella pero sigue ahí mi viejita. Toda una vida así”.

En ese momento se me empezó a cerrar la garganta. No quería llorar porque ¿cómo iba a llorar yo y ella, la protagonista de semejante injusticia, no? Tragué saliva y la miré fijo asintiendo. Aguantando la acumulación de odio, bronca, impotencia, culpa, admiración, respeto, amor, derrota que se peleaban protagonismo en todas mis células.

La culpa dicen que vino con el cristianismo. Y aunque me auto-proclamo agnóstica desde que tomé las riendas de mi propia existencia, es esa emoción la que aparece más seguido en mis viajes. La bendita culpa del privilegio de haber nacido en un ambiente normal. De haber tenido una vida dentro de todo estable. De que siempre tuve agua caliente en mis baños. Que tuve educación y bastante libertad.

Pero esta charla me presentó un nivel de culpa que nunca había sentido. Culpa y vergüenza de ni siquiera habérmelo cuestionado de verdad. Porque sí, había escuchado historias horribles, pero nunca nadie me lo había dicho en la cara en primera persona. Sentí culpa de dar por sentado que tus padres te aman incondicionalmente porque son tus padres.

“El desprecio que ese señor sentía por mí… véase que me ponía arriba de unos muebles y cuántas veces me caí y me golpeaba la cabeza y me desmayaba y cuando despertaba estaba castigada y me pegaba por haberme caído”.

“Y me fui, apenas yo pude me fui, con un señor. Tenía 15 años yo, pero bueno era la única forma de irme de mi casa en ese momento. Y ni te cuento lo que fue ese señor, peor que mi papá en lo que me hizo, pero por lo menos me fui. Y después ya me vine a Costa Rica y empecé otra vida pero también, otro señor que piensa que le tengo yo que hacer sus cosas. Mire que tengo dos trabajos y todo y no te colaboran. Yo ahora ya sé, le dije que se fuera y ahora hago las cosas por mí. Nunca más.

Pero mi viejita sigue ahí. Yo le dije que se fuera. Con mis hermanos le insistimos que se venga para acá pero no quiere. Parece que hay mujeres que les gusta sufrir pero ahora tienen que aprovechar y salir de ahí. Nadie toma esas decisiones por ellas. Hoy es distinto, no como cuando yo era chica”.

Yo estaba dura. Escuchando, pero también espaciándome en mis privilegios y las injusticias y la inexistencia de porqués.

“Pero vio que sigo acá viva. Se ve que Diosito me quiere mucho. Sigo acá, trabajando y buscándome la vida para mí. De niña la cantidad de veces que solo quería morirme. Quería dejar todo porque por qué me trataban así, pero me decían que tenía que seguir ¿porque quién iba a cuidar de mis hijos? Y de ahí sacaba la fuerza y seguía, por ellos. Se ve que Dios me quiere porque acá sigo, luchando”.

Terminó su té con una sonrisa y se fue a seguir con su trabajo. Después del “se ve que Dios me quiere” mi cuerpo no lo soportó. Que a pesar de semejante vida haya agradecimiento de algún tipo por algo… hace que me sienta la más desagradecida de todas. Todos los años intento ser cada vez más iluminada como quién dice pero después me topo con gente así y me siento la más pelotuda.

Esperé que se pare y apenas dio la vuelta al pasillo me largué a llorar. Lo que primero eran unas lágrimas mutaron a un llanto imposible de contener. La fui a buscar, más allá de la culpa y la vergüenza de estar sufriendo una historia que no me pertenece, y nos abrazamos. Y lo tragicómico de todo es que ella me consolaba a mí.

“Ay mi chiquita vea que la hice llorar, pobrecita. Y yo contándole mis historias, disculpe”.

Le pedí perdón por llorar. Le dije que no sabía qué decir ni qué sentir y que me daba mucha vergüenza mi privilegio y dar tanto por sentado. Y una vez que me calmé, le pregunté “¿Será que puedo contar tu historia? Porque tal vez a otras personas también les venga bien escucharte. Para abrir la cabeza o si alguna mujer pasó por lo mismo, para que pueda exteriorizarlo”.

“Sí mi chiquita y también para que las ayude a dejar de sufrir y quedarse con hombres que las maltratan. Que las ayude a decidir”.

Esta historia es de ella pero es para todas y para todos. Cada persona es un mundo y todas las historias merecen ser contadas. Que a cada uno le llegue como le tenga que llegar.

Angie

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