Una historia de viaje
Esta historia son muchas historias.
O tal vez es una sola.
Podría decir que solo se trata de la historia de cómo, sin alguna vez proponérmelo ni pensarlo, terminé viendo el atardecer en un desierto en Mongolia sobre una duna de unos 100 metros de alto.
Sobre cómo terminé haciendo de esas cosas que uno puede fantasear, vivir y saborear como un recuerdo aún inexistente.
Pero eso fue lo de menos.
Sí, ese atardecer en uno de los países menos “contaminados” por nosotros mismos, sobre una duna altísima y el sol cayendo, fue lo de menos.
Lo “demás” es lo que les voy a contar.
Estábamos (los chilenos y yo) en el quinto día del tour por Mongolia, quedándonos en el ger de unos nómades (que en realidad eran bastante turísticos, de esas las familias que siempre reciben extranjeros).
Al día siguiente teníamos dos actividades organizadas: ir a dar una vuelta en camello por la mañana (llegando hasta unas dunas que podíamos trepar) y por la tarde, ir a ver el atardecer a otras dunas.
La primera actividad fue increíble. Bueno, todo en Mongolia fue increíble. Nunca había andado en camello y menos en un desierto.
Luego de una horita “camellando” llegamos a la parte de abajo de las dunas.
Nos bajamos del transporte de turno y decidimos ir a caminar por el desierto, sacarnos fotos, correr y sentirnos en viaje: ese momento que dejás de ser vos y te fundís con lo que te rodea, para después volver a ser vos mismo pero con una tranquilidad y paz interior que sólo podés sentir en ese momento. Como si te hubieses iluminado.
Nos quedamos un rato sentados, sonreímos, nos reímos, hablamos de la vida, lo genial que es todo, viva viajar, etc.. y volvimos.
Caminar por la arena había sido levemente complicado. Estas dunas eran bastante bajitas y para nada empinadas, pero aún así, de vez en cuando me había costado.
Jamás en mi vida había caminado por sobre tanta arena. Arena que pisás y se hunde cubriéndote hasta bastante más arriba que el tobillo.
A las 7 de la tarde empezamos a cenar y la guía nos informó que a las 8 nos iban a llevar hasta la duna para el atardecer.
Primero me extrañó porque en Mongolia el sol se pone como a las 10 de la noche.
¿Tan lejos están las dunas?
Comimos como cerdos y con el pedazo de noodle todavía a mitad de camino, partimos hacia el desierto.
Y cuando empezamos a acercanos al destino, cuando vimos la inmensidad del desierto, la terrible empinación y altura de las dunas, cuando vislumbramos (muy a la lejanía, en una de las dunas más rectas y altas) 4 mini puntitos moverse muy lentamente hacia arriba, entendimos.
¿Por qué nos traían tan temprano?
Porque había que subir las dunas, dunas que medían cien metros aproximadamente (si no más), con vientos fuertes, super empinadas y, obviamente, llenas de arena. Cuak.
Boggieeee ¿a dónde nos trajisteeee? Le dijimos (no tan en chiste) a nuestra guía.
Jajajaja sáquense los zapatos, van a ir mejor.
Mientras nos descalzábamos, llegan 4 alemanas con las caras rojas, los pelos llenos de arena y un mal humor que se extendía por todo el desierto.
Good luck! – Nos dice una.
¿Cómo estuvo? – Les preguntamos.
Horrible. Lo peor que me pasó en la vida. Casi muero. Te enterrás hasta la rodilla, no podés caminar. Horrible. La pasé muy mal.
*silencio*
BOGGIEEEEEEE ¿NOS QUERÉS MATAR?
JAJA noooooo.
*nuestra guía espera que se vayan las alemanas y nos dice*
Esas son perezosas, yo confío en ustedes, van a poder, háganme caso. Dale, vayan que no van a hacer tiempo.
Frente a nosotros las dunas nos miraban imponentes.
Donde estaban los 4 puntitos (que ahora iban super separados entre sí y uno había quedado a mitad de camino -me pregunto si habrá llegado a ver el atardecer-), era la duna más empinada, hacia la derecha había tres dunas que, si bien no eran tan empinadas, estaban como en zig zag y no parecían muy seguras, y la “última” (de las que teníamos en frente, estamos hablando de un desierto, había miles de dunas) si bien era empinada también, tenía como pequeños mini caminos (hechos por los vientos) que la hacían un poco más llevadera (por lo menos a la vista).
Vayan por esa.
Empezamos a caminar, y en la primera mini duna que tuvimos que subir, que la muy pedorra sería de unos 3 metros, empecé a sufrir.
Listo, la quedo acá.
Nunca había estado en un lugar así. Pisar y hundirte. Encima cuesta arriba. Hacer el esfuerzo de tu vida y estar siempre parado en el mismo lugar.
Alto entrenamiento eh. Hacés eso una semana y quedás divina. Pero no estaba en mis planes.
Los dos chilenos (esbeltos y entrenados: estaban de viaje hacía meses) me sacaron varios metros de distancia. La bola de grasa (léase: yo) que venía de un mes de joda en Corea del Sur, no podía más.
El noodle del orto empezó a asomar en mi garganta a lo: Hola ¿quí hacé’? No me pude digerir, ¿qué hago? ¿puedo salir por acá?
Ya pasando a ser el puntito que quedó resagado, decidí frenar a descansar unos minutos y me empecé a replantear mi vida de ese momento. Qué hago acá, quién me mandó, me voy a infartar, me voy a ahogar, voy a vomitar, no quiero morir en el desierto.
También pensé, y me tranquilicé, que en todo caso, no iba a morir (a menos que me infartara) porque había gente alrededor y me rescatarían. Pero pensé en la gente que se pierde en el desierto. Creo que morís de la desesperación. No podés caminar. Y mirás para adelante y para los costados y todo es arena que te hunde y el viento que te hace imposible moverte. Qué horrible.
Después me di cuenta que no daba pensar en eso mientras estaba en el medio de una duna, así que miré para arriba, vi que los chilenos también habían frenado a descansar, y decidí seguir.
Cada paso era una tortura. No quería mirar atrás porque la duna era tan empinada que me daba vértigo y el viento era tan fuerte que, fuera de joda, tenía miedo de caerme a la mierda.
Estaba mareada, con nauseas, con los músculos de las piernas explotándome pero ya estaba ahí. Si hubiese estado sola, tal vez me hubiera vuelto, pero estaba con los chicos y quería llegar con ellos hasta arriba.
Como a mitad de camino los alcancé y nos quedamos un rato descansando.
Bueno equipo, ya estamos a mitad de camino. ¿Viste hacia abajo Angie?
Ahí me di cuenta que todavía no había podido mirar, así que me senté y me di vuelta y casi muero de la felicidad. De la inmensidad del paisaje y la inmensidad de lo caminado.
VAMO’ QUE HASTA ARRIBA NO PARAMOOOOO’.
¿Seguimos?
Dale.
Vimos que el camino por donde veníamos había terminado y que el que ahora aparecía frente nuestro era super empinado y nos iba a resultar imposible, así que empezamos a zig zaguear.
En un momento, el chileno también recibió la visita de los noodles así que se sentó a convencerlos que el camino era para abajo, no para arriba, yo seguí de largo y nos volvimos a encontrar los tres, a mitad de la mitad del camino.
Se estaba poniendo cada vez más heavy y el viento cada vez más fuerte. Ya estábamos super alto.
NO SAQUEN LAS CÁMARAS. Nos había dicho nuestra guía. Yo no sé para qué carajo cargué la mía. Jamás la saqué. Es que el viento no solo la iba a llenar de arena, sino que la podía volar a la mierda y andá a recuperarla.
Por suerte los chiquillos tenían la go-pro.
Nos sentamos un ratito y decidimos seguir. Faltarían unos 20 metros
Arrancamos, hicimos dos pasos (en 15 minutos) y la chilena que iba al frente gritó (porque el viento era tal que no nos escuchábamos) que fuésemos en 4 patas; a esta altura ya era imposible caminar.
Gloria del señor, ir en 4 patas fue la salvación.
Finalmente, después de otros veinte minutos más, gateando en la arena, llegamos.
Fue otro momento épico. Estaba tan dolorida y llegué a pensar que realmente no iba a poder, que había decidido gatear con los ojos cerrados y seguir sin importar lo que pasara. Así que cuando sentí a los chicos cerca, abrí los ojos y ahí estábamos.
A duras penas nos paramos y fue una de las vistas más increíbles de mi vida, no por lo “bello” del paisaje, sino por lo crudo. La potencia del viento era impresionante, la fuerza con la que nos pegaba la arena, sino nos oponíamos, nos podría haber tirado a la mierda. Podríamos haber caído rodando del otro lado de la duna y andá a volver a subir.
Estar ahí arriba, viendo el sol esconderse trás las dunas (“viendo”: porque la arena y el viento eran tan fuertes que el Sol quedaba opacado) fue uno de esos momentos culminantes en mi vida.
La sensación de todos los caminos me trajeron hasta acá.
No lo había buscado, pero ahí estaba yo, en un desierto en Mongolia, en una duna de cien metros que yo misma había subido viendo una de las inmensidades de la naturaleza más increíbles y acompañada de dos amigos que me había hecho el año anterior en Australia, con los que había compartido 3 meses en un camping, y porque la vida es linda, coincidimos por el mundo otra vez y compartimos este viaje.
Siendo los 3 unas bolas de emoción, hablando solo por momentos para coincidir en lo maravilloso que es todo, decidimos caminar hasta otra punta para ver si el sol se podía apreciar más. Lo propuso el chileno, la chilena lo siguió y yo salí atrás.
Lo logramos equipoooooooooo.
Llegamos, y, sin decir nada, nos abrazamos los tres de cara al Sol, como pidiéndole que nos saque una foto. Y así nos quedamos un rato. Ahí arriba, abrazados, en silencio. Y mirando. Mirando para afuera y mirando para adentro nuestro también.
Cuando ya habíamos tenido suficiente, decidimos bajar.
Claro.
Pequeño detalle.
Nunca me había puesto a pensar en la vuelta, nunca pensé en lo empinado, en los no-caminos, en cómo el viento había borrado todos esos pasos que habíamos dejado marcados en la subida.
Pero había que volver.
Mientras el vértigo me invadía, juntos con flashes de mí misma rodando duna abajo terminando en el piso toda quebrada y doblada a lo persona de Family Guy, los chilenos empezaron a bajar.
Quedé parada ahí arriba, a cien metros de altura, intentando que el viento no me vuele y pensando otra vez, quién carajo me mandó.
El chileno ya estaba a mitad de camino y le gritaba algo a la chilena. La chilena se dio vuelta y me lo gritó, pero no la podía escuchar por el viento.
Me volvió a gritar y escuché algo como “no mires la arena”.
Cuando se dio cuenta que no la escuchaba, subió hasta donde estaba yo. Subió la duna esa que costaba tanto subir, para pararse al lado mío y decirme:
“Angie, mira el horizonte y camina”
Mirar el horizonte, parada en una duna gigante, era no ver NADA abajo, como si hubiese un vacío, un precipicio. ¿Cómo iba a caminar sin ver? ¿Cómo iba a bajar una duna de cien metros empinada sin ver?
Notando mi no reacción, la Caro me agarró de la mano, me miró a los ojos y me volvió a repetir lo mismo pero las palabras fueron tan honestas y simples, como si hablásemos de la vida en general, que aún hoy recuerdo ese momento con tanta nitidez como si hubiese pasado hace una hora:
“Angie, no mires para abajo, no mires la arena. No pasa nada. Mira el horizonte y camina. Confía weona, agárrate fuerte y confía”.
Y así de la mano de ella, miré para adelante y caminé.
Tampoco me olvido más esa imagen: el horizonte era una línea verde que marcaba alguna zona de Mongolia que estaría a varios kilómetros desde donde yo estaba parada. Pero no importaba, ese era mi horizonte.
Y así como empezamos a caminar, empezamos a correr y saltar y gritar. Bajamos cagados de risa y a los gritos.
Porque cuando vivís algo así se te explota el cuerpo y sólo podés gritar. Porque la inmensidad del paisaje y de lo que estás viviendo te supera y no queda otra que explotar.
Y mientras corría y saltaba duna abajo volví a sentir muy fuerte, como nunca antes, la felicidad de un momento en particular.
La felicidad de viajar.
De las conexiones que se generan entre personas. De compartir un ahora con alguien, pero un ahora que dura años.
La simpleza inmensa de los instantes, de la plenitud que sentimos en libertad.
La sensación de estar regalándonos momentos.
Y también, de haber elegido ser felices sin miedo.
De mirar el horizonte y caminar sabiendo que todo siempre va a estar bien.
Y a vos te digo, que ni las dudas ni la incertidumbre, opaquen lo que soñás. Que el miedo a lo que puede pasar no te impida caminar.
Nunca dudes, porque el horizonte siempre está, solo hay que animarse a caminar.
¬ Con mucho amor a mis chilenos adorados, ojalá la vida nos vuelva a cruzar ¬
4 Comentarios
Carolina M.
Angie lindaa!!!
Acabamos de leer la historia…ayer vi que habias publicado pero Diego estaba durmiendo y queria leerlo con el…estaba muy ansiosa…uffff gaiaaaa que emocion!!!! me hiciste revivir ese hermoso momento donde sentimos a flor de piel…”nos atrevimos, somos libres y felices”..mil gracias por escribir!!! mil gracias por el carino!!! mil gracias Titin!!
Fue un encanto vivir ese viaje contigo, como te dije cuando nos despedimos…cuando tu no nos dijiste nada solo..cayense!! jajjaa (en todo caso tus divertidas y emocionantes historias escritas superan las palabras habladas)..fue muy lindo compartir contigo un viaje unico, conocerte mas aun y afiatar nuestra amistad!
Te queremos Titin…nos vemos!!
Titinroundtheworld
AJAJAJAJA es que … no quería llorar. Tenía un llanto acumulado horrible y no queríaaaaa y si llegaba a decir algo iba a llorar.
Así que me reivindiqué con esto, por mi falta de palabras en el momento.
Ustedes por siempre en mi corazón, lo sabés.
Alfreda Quattrocchia
Hermoso relato, me recordaste a Scrat.. ?la ardilla está obsesionada con una bellota, para obtenerla y defenderla….hace sacrificios, se agota, a veces parece q se rinde…pero No!…su vehemencia, su actitud, su constancia….la hacen sobreponerse y resurgir!
Amada Titinimini…..segui protegiendo ‘tu bellota’… que tus sueños se sigan cumpliendo…..que siempre tengas un camino esperando….y muchas historias para compartir.
??
Pingback: